Y lo vuelve a ser en "El contador de cartas", una historia de los traumas de las guerras de Irak y Afghanistan, desde la perspectiva de los ganadores vencidos, en el escenario lógicamente imaginario pero realista de las cárceles de Abu Graib y Guantánamo. Una experiencia que enajenó a personas de la misma forma que el holocausto enajenó a muchos verdugos alemanes.
En el actor principal el eje es el trastorno obsesivo-compulsivo que padece, producto de una condena expiatoria en una cárcel federal cuando salieron a la luz las torturas en dichos centros, que tuvieron consecuencias, como siempre, en los verdugos funcionales, no en los inspiradores que orquestaron su existencia y su dirección. Es la época de George Bush hijo como presidente de EEUU con su secretario de defensa Donald H. Rumsfeld.
El trastorno obsesivo-compulsivo se manifiesta en un metodismo y ritualismo que preside la vida buscando el orden y el perfeccionismo. Es una lucha para vencer los demonios interiores de la sensación de culpa o fragilidad, hasta para evitar la locura. El conteo de cartas en la película parece ser una consecuencia de esa sistemática que permite observar los lances del póker con mayor concentración y habilidad que el resto de jugadores.
En muchos sentidos, "El contador de cartas" pretende expresar el sentido profundo de la vida de las personas, qué nos mueve realmente, especialmente en situaciones de trauma o en los ambientes sórdidos de algunas ocupaciones.
La película se desarrolla en buena parte en una ambientación oscura y gris, en espacios cerrados, propicia para representar el tormento de la trama y de los personajes, personas solitarias. La música acompaña los momentos dulces de algunos paseos donde se adivina un agujero de esperanza. El desenlace no podía ser otro, en la línea depresiva que busca el director. Hay un rayo de luz, de conexión, en la última escena, congelada en el tiempo porque quizá nunca llegue.
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